miércoles, 21 de enero de 2015

El Monasterio del Placer Oculto

EL MONASTERIO DEL PLACER OCULTO 

O los peligros de tener una imprenta 

 


En lo alto de una montaña más verde y frondosa que los sobacos del Grinch, sobre un acantilado, se erguía el imponente monasterio de Santa María de los Mártires. Sus muros eran tan gordos que se podían emparedar vacas en ellos, y de hecho, los espíritus de unas cuantas aún mugían en pena por los pasillos más oscuros. 

Esto se debía a que mucho tiempo atrás, el hermano Blasillo Lozano tuvo la genial idea de inventar el frigorífico metiendo ganado entre los muros y esperando que así se conservara. Sin embargo, como aún quedaba mucho para que se inventara la nevera, el monje ignoraba que para conservar la comida hacía falta frío, y este despiste ocasionó que el monasterio hediera de tal forma que hubo que quemar la mitad sur hasta los cimientos y reconstruirla desde cero. 

Para que nadie volviera a cometer los errores del pasado, erigieron una estatua de Blasillo y la cubrieron de dibujos fálicos para su vergüenza y escarnio; no obstante, ni uno solo de esos dibujos se correspondía en lo más mínimo con la realidad, ya que como buenos monjes, jamás en su vida se habían mirado más abajo del ombligo. Así pues, la estatua de Blasillo Lozano estaba estampada con garabatos de carboncillo parecidos a chirimoyas, racimos de uvas, espárragos, cabezas de mapache y patas de pollo. Había incluso un spiderman trepando por la nariz de la infeliz efigie.

Del linaje del hermano Blasillo surgieron toda clase de inventores fallidos, y a lo largo de las generaciones el jardín del claustro se fue llenando de estatuas de los Lozano, todas cubiertas de dibujos supuestamente obscenos. ¿Qué cómo pudo Blasillo tener descendencia, siendo monje y sin mujeres en kilómetros a la redonda? Es un misterio tan grande como la vaca que a día de hoy seguía emparedada en los muros del ala este, junto al invernadero.

Así pues, pasaron un par de siglos y la vida siguió tranquila y sin incidentes en el monasterio. Hasta que un buen día, el  hermano Jeremías estaba arrancando coles del huerto cuando se encontró intentando sacar una col particularmente peluda y morena. “Vive Dios, ¿qué es aquesto de apariencia tan extraña?” se preguntaba, cuando se agachó para examinar tan curiosa verdura. 

Gritó con gran espanto al ver que no se trataba de una col, sino de la cabeza de alguien cuyo cuerpo estaba enterrado en el huerto. ¡Maldito fuera Satán! ¿Acaso al descendiente Lozano que vivía ahora en el monasterio le había dado por el canibalismo, y pretendía conservar a sus presas enterrándolas en abono? Montó gran escándalo pidiendo ayuda, y al poco rato, entre ocho hermanos, lograron sacar el cuerpo de una criatura singular.

Al ver las formas redondeadas de su figura y su tez clara, una ola de frenesí y pánico sacudió a los monjes, pues jamás habían visto nada semejante. El hermano Francisco se desmayó dándose un bocazo contra una maceta, el hermano Rafael echó a correr en círculos con los brazos en alto, gritando que aquella criatura era obra del Maligno. El goloso hermano Miguel estaba convencido de que sólo era un repollo algo deforme, mientras que Jeremías se rascaba la cabeza, apenado por esa criatura con bultos en el pecho.
“Yo creo que algún demente enterró a este pobre chico en el huerto y le echó polvos mágicos para convertirlo en vegetal; es por eso que bajo su blusa crecen lo que parecen ser dos repollitos, pues el sortilegio pagano no llegó a hacer efecto del todo.”

“¡¡Aaah, pagano, pagano!!” gritó el hermano Rafael.
“Con un par de avemarías podremos revertir este acto impío”, continuó Jeremías.

Un monje los interrumpió al regresar corriendo de la biblioteca con un polvoriento manuscrito en las manos. Lo abrió, desatando una nube de polvo y palomitas. Cuando todos lograron recuperarse de un violento ataque de tos, examinaron la página que el hermano señalaba.

“¡Observad! No es una mandrágora, ni un unicornio, ni tampoco un híbrido de monje y repollo. Los archivos más antiguos hablaban de esta criatura, que es muy parecida a los humanos.”

Con un murmullo in crescendo, los monjes se arremolinaron alrededor del libro. El hermano prosiguió:

“Dicen que hay que alimentarla unas tres veces al día, que come principalmente verduras y carne, aunque a veces se le puede dar pescado. También pone que puede dormir, hablar en nuestra lengua y que una vez al mes le pasa algo rarísimo que los hombres debemos evitar contemplar, o de lo contrario nos quedaremos ciegos y se nos saldrá el cerebro por la nariz.”
“¡Uuuuugh qué asco!” gritaron los monjes a coro sacudiendo las manos y dando saltitos. 

“Y aquí pone que esta criatura tiene una habilidad especial que desbloquea al llegar entre los niveles doce y dieciséis, ¡¡que la permite engendrar otros semejantes y multiplicarse, como los Gremlins!!” exclamó el hermano.
Los monjes gritaron con estupor, ahora saltando de tal forma que se les veían los tobillos pelados con los calcetines caídos.
“Bueno, entonces lo único que debemos hacer es no lavarla nunca.”

“Y a todo esto, ¿cómo se llama?”
El hermano pasó las páginas, haciendo que más polvo cayera del grueso libro, en cuya cubierta se podía leer D&D: New Edition.
“Yo la calcularía en un nivel de veinte a veintiséis, por lo tanto, cuando llegan a esta etapa se las llama… mujer.”

Un murmullo seguido de algunos gluglús como de pavo recorrieron a la marabunta de monjes. Algunos se desmayaron; el hermano Francisco se desplomó otra vez con tan mala fortuna que se cayó al pozo cual leño. Otro empezó a llorar sangre y a hablar en latín con acento sevillano, y la locura se extendió como la pólvora por el huerto.

“¡Silencio! ¡Paz, hermanos!” ordenó el superior, que había asistido al caos en silencio. “No hemos de temer, pues somos buenos hombres temerosos del Señor, letrados y educados, que masticamos con la boca cerrada y todo. ¡Claramente esto es una prueba del Cielo, que nos ha enviado a este extraño y amorfo ser llamado Mujier para ver qué hacemos con él! Es bueno dejarla vivir con nosotros un tiempo para comprobar si es de naturaleza perniciosa o de buen espíritu. ¡Deprisa, cubridla con una manta y llevadla frente a una chimenea! Cocinad unas tiras de tocino cerca de ella, a ver si coge el olor a fritanga y así se tapa un poco el del abono.”

En ese momento, muy confundida, la moza se sentó y sacudió la melena oscura. Mientras se rascaba el flequillo, balbuceó con una gran sonrisa:
“Hola, ¡me llamo Esther!”

Todos los monjes se arrojaron a un griterío desenfrenado ante esta demostración inesperada de comunicación. Dos de ellos se comieron un muro y lo derribaron, dejando al descubierto la momia de una vaca que los aplastó bajo su peso. A uno le giraba la cabeza 180 grados. Otro arrojó un dado de veinte caras a la cabeza de Esther y empezó a llorar desconsolado al ver que sacaba una pifia de 1. Una vidriera estalló a lo lejos y las palomas que vivían en el monasterio echaron a volar todas a la vez, derramando una lluvia de plumas tóxicas y regalos aún más tóxicos sobre la ofuscada multitud. 

“¡Es el demooooonio!”
“¡Que no, que me llamo Esther y me dedico a ilustrar manuscritos!” exclamó la muchacha, intentando ponerse en pie. Rebuscó entre sus escasas vestimentas y sacó un pergamino. “¡Mirad, dibujo animalitos gordos y adorables!”

La visión de tanta monería junta provocó una serie de colapsos nerviosos entre los asistentes, y Esther empezaba a sospechar que estos extraños habían tomado más coca-cola de la cuenta, cuando unos brazos fuertes la ayudaron a levantarse. Musitando unas gracias, miró a su salvador y una estruendosa música de saxofón y coros gregorianos inundó su cabeza.

Ante ella se alzaba un joven monje de pelo negro y mirada escrutadora. Su flequillo, un lujurioso enredo de rizos, cubría poderoso los rayos del sol. Sus ojos fieros mostraban una naturaleza indómita oculta bajo capas y capas de modales aprendidos entre los fríos muros del monasterio, cual cebolla erótica.

¡Oh, qué fuerza tan primitiva y masculina emanaba de esos brazos, cubiertos por el hábito marrón! ¡Con qué destreza la sujetaba en medio de ese caos, y con qué pericia parpadeaba con los dos ojos a la vez mientras la escrutaba bajo la montura de sus gafas! Esther acababa de brotar de la tierra cual boniato, pero ese desconocido la hacía sentirse más bien como una papaya en un día particularmente bochornoso.

No obstante, Esther era ante todo una chica muy empática y educada, y creía que lo mejor era seguir las costumbres del lugar donde se encontrase, así que, tras echar un último vistazo a los monjes que los rodeaban, decidió girar la cabeza 180 grados, chapurrear un poco en arameo y desmayarse, no necesariamente en ese orden.

Así fue como la extraña criatura llegó al monasterio de Santa María de los Mártires.

Pasaron unas semanas, y los monjes acabaron por darse cuenta de que Esther podía acercarse al agua sin efectos secundarios. Poco a poco, dejaron de acercarse a ella con la palma de la mano hacia arriba en señal de respeto, esperando que Esther la olfateara. Aún ignoraban qué cosa horrible le sucedía todos los meses, pero cuando pasó la luna llena y no se transformó en lobo ni en chupacabras, respiraron tranquilos y se olvidaron del tema.

Esther se sentía lánguida y melancólica, pues no había vuelto a ver al absurdamente atractivo monje que en su día la ayudara. Daba largos paseos por el monasterio, a veces andando, a veces haciendo el avioncito. Su vestido susurraba en el vacío intramuros, tan elástico que se le pegaba como una segunda piel. Había tropezado por accidente en el jardín y la espina de un rosal le había rajado la falda hasta el muslo. ¡Qué alivio encontrarse sola, sin que nadie pudiera sorprenderla en tan fortuita semidesnudez! 

A esas horas todos estaban trabajando o persiguiendo brujas en el bosque de atrás del monasterio. Mas Esther era la única mujer que estos monjes habían visto nunca, así que no estaban muy seguros de lo que era una bruja. El viejo manual de D&D decía que las brujas eran peludas, hablaban con las cabras y estaban llenas de verrugas, que olían mal y bebían pociones hediondas que les daban poderes sobrenaturales. Esta descripción se correspondía con la del bedel del monasterio, que siempre llevaba una botella llena de un líquido burbujeante con un toro rojo pintado en el lateral, y cuando se la bebía entera, afirmaba que podía cagar ladrillos de cuatro en cuatro. Dos mas dos, más claro imposible; Nemesio el bedel era una bruja. Los monjes consideraban que con pintarle culos en la pared de la cabaña ya cumplían de sobra, y hacían esto todos los martes.

Hoy era martes, así que el monasterio estaba desierto. Esther deambuló por los pasillos oscuros, admirando la arquitectura románica, hasta que fue a parar al ala donde los monjes copiaban los manuscritos con la esperanza de encontrar la última edición de “50 Sombras de Grey: la versión censurada”. Decían que, de vez en cuando, se podía encontrar una frase entera entre los cientos de páginas tachadas a brochazos, y palabras tan impúdicas como “uau” y “ferretería”. Se rumoreaba que tenía hasta adverbios, sin duda lo más escandaloso de todo. La perspectiva era tan emocionante que entró en la sala dando saltitos.

De pronto, Esther se quedó tiesa cual pato muerto. Un reluciente haz de sol caía a chorros por un rosetón, bañando a la única figura que permanecía sentada frente a una montaña de pergaminos. 

¡Oh, rayos y retruecanillos, era ÉL! Con su hábito de monje y su pelo negro, tenía el morrillo retorcido en un sensual mohín de pucherito mientras entintaba el dibujo de una hoja de higuera. ¡Ah, cómo se mantenía en tensión esa coronilla afeitada cual yema de huevo frito, como era la última moda en los monasterios! ¡Cómo le reflejaba la luz! Cuando el misterioso monje parpadeó, sus pestañas atraparon la luz del sol y proyectaron sombras largas y densas como los libros de Juego de Tronos. 

La babilla de Esther caía al suelo con un sonido cataratoso, y el monje se percató de su presencia. El boli pilot resbaló de sus dedos, y ambos se quedaron mirando mientras una música sugerente brotaba de la nada. No hacían falta palabras; él se puso en pie, sacudió el ombligo y ella avanzó flotando hasta él cual anguila, atraída por su irrefrenable magnetismo animal. 

Esther aterrizó en sus brazos y él la viró en el aire hasta que ambos quedaron en posición de tango. Los sensuales labios del monje le acariciaron el oído y ella puso los ojos en blanco y tembló como si le estuviera dando un ataque de epilepsia.

Su voz se derramó líquida como la miel en su pulsante canal auditivo:
“Mi nombre es… Alejandro Lozano”
“¿Ale-alejandro?”
“Ale-alejandro” asintió él, con las gafas empañadas por el vapor que emanaba al calor de su contacto.
“¿Del linaje de los Lozano? ¿Cómo las estatuas que hay en el claustro?”
“En efecto. Pero yo tendré éxito allá donde mis antepasados fallaron. Porque soy más guapo y más listo que ellos.”

En ese momento, un pitido y un ruido como de sierra mecánica rasgó el ambiente erótico-festivo. Un huracán de páginas se elevó hasta el techo abovedado, y Alejandro corrió raudo a arreglar el problema. Esther lo siguió, preguntando qué ocurría.

“Maldición, es otra vez la fotocopiadora. La inventé yo con gran esfuerzo, y es cierto que nos ayuda mucho con la copistería, pero ¡por los clavos de Cristo! Cada dos por tres se peta y tenemos que domarla antes de que la tinta se salga de control. ¡Ah! Pero este hábito constriñe mis movimientos, y no podré detener el aparato a tiempo encerrado en esta prisión de tela. ¡He de liberarme!”

Dicho esto, Alejandro se rasgó las vestiduras con un sonoro “RAAAJJJJ!”. Una lluvia de jirones pardos danzó bajo los haces de luz, y los pectorales del monje, viéndose libres de sus ataduras, chocaron entre sí con el clamor de los escudos vikingos antes de la batalla. El impacto muscular hizo que sus pezones viajaran por todo su pecho como dos discos de hockey, y los ojos de Esther, desorbitados, repitieron la misma trayectoria, incapaces de apartar la vista de tan fortuito espectáculo. ¡Ay sweet Yisus! El sol relumbraba contra su espalda untada de aceite corporal, como si Alejandro fuera un arcángel a punto de mostrar su verdadera naturaleza, con las alas a medio salir. Incluso la calva afeitada de su coronilla reflejaba la luz, cual halo divino.

Alejandro corrió hacia la fotocopiadora.
“No te muevas de ahí, mi bella criatura, esto es cosa mía…”

El joven monje se arrojó sobre el armatoste, que se sacudía de un lado a otro. Con un grito de alce en época de celo, saltó impulsándose con sus fuertes piernas y montó al aparato como si fuera un toro mecánico. Las faldas del hábito ondeaban y las gafitas botaban sobre su nariz.

¡FRRROM, FROOOM, BZZZZZZZ!
Entre sus muslos, la fotocopiadora se deslizaba, botaba y coceaba por toda la sala, derribando pupitres y sillas. Esther infló el pecho para gritar, temiendo por la seguridad de su paladín, y esto hizo que el corpiño se le rasgara un poco más hasta el punto de casi vérsele el ombligo.

“¡Oh, Alejandro, mi ostra perlera, ten cuidado si en verdad me amas!”
“¡Lo haré, mi doncella repollona, por mi honor que someteré a esta bestia anacrónica antes de que los cartuchos de tinta exploten sobre mi…!”

De pronto, como obedeciendo a los oscuros deseos del lector casual, un chorro de tinta negra como el alquitrán salió a presión del mastodonte, chocando con un sonoro y ralentizado chapoteo en el centro de su ombligo ibérico. Los salpicones se extendieron igual que tentáculos lascivos, bañando el pecho y el cuello del monje, que recorría toda la sala, botando sobre la fotocopiadora. Mientras la tinta conquistaba el sensual terreno de su bigotillo, Alejandro botaba y botaba, salpicando líquido cada vez que sus posaderas arremetían contra la superficie de la máquina.

“¡Casi lo tengo! ¡Yo te lo ordeno, demonio, sal de esta máquina vil y vete a poseer algo más barato, como un caldero o una tripa de salchichón! ¡Fuera, arre! ¡Fuera de este bicho!”

La fotocopiadora pareció recuperarse de su frenesí y su galopar se redujo a un trote, y después se empezó a detener. Esther ya corría hacia Alejandro para ver si estaba herido, cuando a medio camino un último chorro de tinta brotó de un pitorro lateral y la empapó por completo.

“¡Oh, nnnoooooo!”, gimió lastimeramente, resbalando con su pierna desnuda sobre el inmenso charco negro que se abría a sus pies. Aterrizó de espaldas y se deslizó entre ruiditos moderados de protesta. Alejandro gritó su nombre y desmontó de la fotocopiadora, con tan mala suerte que resbaló también.

Esther seguía derrapando con las piernas en alto. Su virginal, semidesnudo y expuesto cuerpo avanzaba inexorablemente hacia un virginal, semidesnudo y expuesto Alejandro que cada vez estaba más horizontal, con cosas en vertical, o viceversa, según para donde fuera la gravedad.

El choque fue estrepitoso, salpicoso y muy, muy negro. Monje y doncella repollona encajaron como piezas de lego, de forma tan intrusiva que la lengüecilla de Esther asomó por la oreja de Alejandro, y los brazos de éste graparon a Esther literalmente al suelo, atravesando la piedra y quedando atascados. Las piernas de la doncella se descoyuntaron de sus agarres; el rostro de Alejandro quedó enterrado entre sus voluminosos pechos con un sonido similar a la música que tocan las axilas sudadas.

“¡Dejemos de fingir que nos repugnamos, Alejandro!”
“Hmpf-hmph-mm-hmm…” farfulló éste, con la cara incrustada en el Esthernón de Esther. Aunque sus ardientes palabras fueran incomprensibles, parecía estar más que entusiasmado con la idea de mandar a tomar viento sus votos y lanzarse a una maratón de retozo en las verdes colinas del monasterio.
“¡Hazme tuya hombre macho! ¡Poséeme con el ahínco de un pájaro carpintero!” ululó Esther con una risilla histérica, pues la lengua de Alejandro le hacía cosquillas en el cerebro.

El atractivo y varonil monje intentó acercarse (aún más) a ella, dicen las malas lenguas que con intenciones altamente coitales, mas el suelo se había convertido en una laguna de tinta y su impulso no hizo más que deslizarlos una y otra vez, sin que el pobre Alejandro viera sus sueños hechos realidad.

Fiuuu, fiuuu, fiuuu, se desplazaban con cada envite, dejando un reguero brillante tras su camino. Parecían una sepia resacosa que buscara el camino de vuelta al mar después de un mal viaje. 

Consiguieron llegar hasta la entrada del monasterio, un lío de brazos y piernas rebosante de pompas aceitosas que mugía y cacareaba. De esta guisa se cruzaron con los monjes, que venían trasnochados y hasta arriba de pintura después de haber pintado culos por toda la cabaña del infeliz Nemesio, el bedel.

Al ver a la informe criatura negra y babosa que se retorcía ante ellos, todos alzaron sus cruces con gritos de temor, pues en el libro de D&D: New Edition habían leído sobre esas horribles criaturas llamadas “Cocina japonesa”.

La más temible de todas era negra, olía a crudo y venía del pulpo. La envolvían con algas oscuras de aspecto ponzoñoso y en ocasiones estaba tan fresca que seguía moviéndose. Era terriblemente peligrosa, pues si se te metía en las tripas provocaba una diarrea aguda, desprendimiento del cerebro y la muerte. Los infieles japoneses ponían en sus armas biológicas una crueldad que sólo podía proceder del mismo Belcebú.

“¡Es un MAKI! ¡Atrás, puede atacar en cualquier momento! ¡Es el bicho más agresivo después del Onigiri!” gritó el hermano Francisco.
“¡Virgen santa! ¡Tiene cuatro patas y cuatro brazos!”
“¡Debe de ser su forma final! ¡Rápido, detengámoslo antes de que nos mate a todos!” aulló el hermano Jeremías, echando mano de su antorcha ardiente.

Esther intentó hablarles, aunque con la lengua de Alejandro atravesándole la sesera no lo tenía fácil.

“¡E no, gue zoy Esther! ¡Dengo a Adejandro, y dos amamos y dos fugademos pada viví nuedtro ammóh!”
“¡Cielos divinos, ha hablado! ¡El monstruo ha hablado! ¿Qué ha dicho?”

El hermano Miguel se adelantó con su diccionario de traducción en la mano. El sudor frío le goteaba por el pescuezo.
“Dice que su nombre es Legión, porque son muchos.”
“¡A MATARLOS!” gritaron todos a coro, abalanzándose sobre la desafortunada pareja.

 Desesperados, Esther y Alejandro se apretaron para provocar un chorro de tinta que cegó por unos instantes a los monjes, e hicieron la gamba para huir. A base de impulsos y golpes, rodaron, patinaron y saltaron fuera del monasterio hasta que pudieron aprovechar la pendiente de la colina para ir cuesta abajo.

La marabunta los seguía, profiriendo versos bíblicos y blandiendo sus horcas y antorchas, pero ellos eran ahora un solo ser llamado Estherjandro, que rodaba y rodaba cada vez más rápido, hasta que salieron despedidos sobre el borde de un acantilado. Su silueta tentaculada se recortó heroicamente contra el rojo sol del ocaso, y se zambulleron en las bravías aguas del mar.

Cuenta la leyenda que Estherjandro se convirtió en el dios de la pasión oceánica, patrón de los amores gafes, y que su visión llevaba a grandes celebraciones de naturaleza confusa entre las tripulaciones de los barcos que se cruzaban en su camino.

THE END

jueves, 18 de septiembre de 2014

El Oscuro Secreto de Marina Baddock



El oscuro secreto de Marina Baddock

Y el pirata que la tenía de palo   



     El mar bravío golpeaba la nave con la fuerza torrencial del estornudo. Con una pierna apoyada en la baranda, la intrépida Marina Baddock escrutaba el horizonte con los oscuros tirabuzones haciendo boing-boing al viento. La brisa azotaba el escote de su blusa de tal modo que a ratos parecía que se le iba a ver una campurriana, a ratos no, y así había mantenido en vilo a la torturada tripulación durante tres lunas.

     El ansia había consumido las mentes de los marineros hasta tal grado que, en su desesperación, uno a uno se habían ido arrojando por la borda, colgando en sus camarotes o volándose la tapa de los sesos. El colofón final a esta locura lo había puesto el segundo de a bordo, que se había empalado solo sobre la punta del mástil y ahora lucía sobre el barco pirata cual angelito de Navidad.

     Tras el incidente, el apuesto y fiero capitán Fabricio Barbarroja había discutido acaloradamente con Marina, instándola a subirse el corpiño y disimular su canalillo. Mas la tensión sexual no resuelta que rugía entre ellos hacía imposible que llegaran a un acuerdo.

     Ahora, sólo ellos dos quedaban vivos en la inmensidad del océano. Vivos y sexuales. Y eróticos. Qué ocurriría a continuación era un absoluto misterio para Marina. Por más que intentara imaginárselo, no tenía ni la más remota idea de qué harían solos en las noches venideras hasta que llegaran a puerto.

     Como buena pirata, Marina Baddock también tenía un mote, y éste era la Sirena Española. Había hundido un total de siete barcos en los últimos tres años, todos del mismo modo: con el escote ambiguo que parecía que sí, pero luego era que no. Por suerte, ahora vestía faldas largas en lugar de pantalones ceñidos; adoptó esa medida al ver que, ante la visión de sus muslámenes, los marineros no sólo morían enloquecidos, sino que los barcos explotaban como intestinos después de un banquete de Nochebuena.

     “¡Aaarrrr! Por San Romualdo, patrón de los Bacalaos, ¿qué hacéis mirando la luna a estas altas horas, en lugar de retiraros a vuestro camarote?” la sorprendió una voz masculina y grave, tan sensual que podía derretir la mantequilla.

     Marina se giró altiva, el corsé ciñéndole la cintura con tanta fuerza que se le notaba hasta el bulto de los calabacines que se había comido ese mediodía.

     “¡Pardiez, Barbarroja! Cómo administre yo mis veladas es sólo asunto mío. ¡No escapé de la mala vida en las calles de Portland para acabar siendo esclava de los banales deseos de un hombre!”

     Cierto era; Marina se había buscado la vida desde pequeña en las sucias calles, recolectando uñas de los pies para fabricar muebles con ellas y vendiendo sus tirabuzones en el mercado negro. Casi todos los muñecos vudú de la costa caribeña, así como algún corderito de peluche, estaban rellenos y forrados con los rizos de Marina Baddock. Su desafortunado negocio con el mercado del vudú le provocaba migrañas casi todas las noches, pero gracias a él pudo pagarse unas oposiciones para pirata y conseguir una plaza. En los últimos años, las plazas para pirata condenado a muerte estaban escasas y Marina luchó con unas y dientes para hacerse con ella.

     ¡No pensaba rebajarse ante un estúpido y sensual pirata que había conseguido su puesto sin siquiera pasar por la Selectividad!

     Un grito de agonía escapó de lo alto del mástil; el segundo de a bordo se estaba tomando su tiempo para morir.

     “¡Nunca se le llega a ver! ¡Uno cree que sí, pero luego el viento cambia y le vuelve a cerrar la blusa! ¡Qué demencia, voto a bríos, maldita sea la Sirena Española!” gritaba entre estertores, sacudiéndose cual tentetieso en las alturas.

     “Observa el malaje que has traído a esta tripulación. ¡Sobre ti pesan las decenas de almas que has condenado! ¿Qué locura me llevaría a contratarte, sabiendo de tu reputación, Marina Baddock?”, gritó Barbarroja, caminando hacia ella con los bigotes erizados. Toc, toc, toc, hacía su pata de palo contra la cubierta.

     En ese momento, una ola se estrelló contra ellos. A cámara lenta, Marina vio cómo la blanca espuma empujaba la casaca del capitán, desabrochándole los botones y arrancándosela del cuerpo. ¡Por los gargajos de Calipso, cómo se le adhería la camisa mojada al robusto torso! Los pectorales eran inmensas losas con unos pezones algo bizcos que parecían mirar al mismo centro de su alma. Los abdominales, duros como el diamante, se pegaron a la camisa y la rajaron por seis sitios distintos. La raja subió hasta el hirsuto arbusto rojizo que poblaba su pecho, y la camisa de Barbarroja se desintegró al entrar en contacto con una nueva ola lasciva.

     ¡OH SEÑOR! Los chorros de agua salada asaltaban su lustrosa barba, haciéndola ondear empapada para todos lados. Esa barba pelirroja hacía promesas de pasión desenfrenada, y con cada ondulación el autocontrol de Marina se quebraba un poco más. Los ojos de Lady Baddock amenazaban con escapar de sus órbitas y un hilillo de baba con sabor a calabacín pasado le colgaba de la barbilla.

     Los restos de la casaca salieron volando, dejando a Barbarroja con el torso desnudo. Música épica de orquesta y coros surgía de la nada a todo volumen. ¡Ay la madre! La embestida de una tercera ola hizo que el agua estallara sobre la mata de su pecho, salpicando gotas espumosas que bañaron la cara de Marina. Muy, muy despacio, el pirata giró sobre sí mismo con un gruñido tan masculino que hasta el aire a su alrededor olía a toro quemado.

     Marina notó algo caer en sus tobillos. Eran sus medias, que echaban humo.

     “¡ARRRR! ¡Estúpidas y corrosivas olas! La rabia que me produce haber perdido una casaca de tan buena factura me resulta difícil de catalizar, por lo tanto, ¡manifestaré mi enfado echándote la culpa y dando pie a una ardiente escena de tensión erótica, Marina!”

     “¡Canastos!” exclamó ésta, dando un respingo con las patas zambas.

     El capitán la rodeó con sus velludos brazos como jamones y la apretujó contra sí. Presa de la pasión, Barbarroja gritó cual King Kong atiborrado de esteroides y echó a correr por toda la cubierta bajo la lluvia torrencial. Lady Baddock se zarandeaba en sus brazos de tal forma que su testa parecía la cabeza de una fregona negra en mitad de un huracán. Cuando la aprisionó contra el timón, Marina seguía sacudiéndose como un teleñeco y el caldillo del calabacín amenazaba con evacuar sus intestinos.

     “Admitidlo, astuta Sirena. Éste fue vuestro plan desde el principio; haceros con mi barco, mi corazón y mi nardo pelirrojo. ¡Decid la verdad!”

     “En realidad, bruto primitivo, dudo mucho que vuestros cimientos sean tan rojos como vuestro tejado. ¡Sé que en realidad sois rubio, más rubio que un pollo, más rubio que el niño surfero del anuncio del colacao!”

     “¡Cómo osas, vil mujer!” Furioso, el capitán atacó la cara de Marina con la lengua por delante, metiéndosela hasta que le paladeó las ideas.
     Su beso fue tan apasionado y potente que le recolocó una vértebra del cuello que tenía ligeramente torcida de nacimiento y le remetió los cabellos un par de centímetros para adentro, tan fuerte sorbió. El sonido succionador y salivoso se elevó por encima del estruendo de la tormenta. Barbarroja chupó y chupó, y la fuerza de su beso cambió las leyes de la física y creó un minicampo gravitatorio que atrajo a todas las gaviotas en veinte leguas a la redonda. Marina alzó una pata y la enroscó tras la musculosa cintura del capitán, con la media floja ondeando de su tobillo como una bandera. Mientras tanto, una banda de gaviotas, dos cometas y una vaca giraron en el aire sobre ellos y cayeron a la cubierta.

     “¡Loados sean los calamares fritos, mi capitán! ¿Qué es esto que siento? ¿Acaso guardáis en el cinturón una pata de palo de repuesto?” gritó Marina cuando cesó el morreo.

     Barbarroja esbozó una sonrisa arrebatadora. La ceja sobre el parche de su ojo izquierdo subió y bajó con aire conspiratorio. ¡Oh! ¡Cómo brillaba su diente de oro! El hoyuelo de su barbilla era tan pronunciado que un ballenato podría haberse alojado ahí dentro.

     “¡No! ¡Era cierto! ¡Todo este tiempo lo sospeché, pero no podía creerlo! ¿Quién podría haberlo imaginado, Barbarroja? ¡En verdad mueres de deseo por mí!” ululó Marina, bizca de gusto.

     “¡Ven p’acá morena que te voy a cubríiiii!” rugió el aguerrido capitán “¡Y por fin desentrañaré el misterio de tus mortales pechugas que parece que se salen, pero luego nanay! ¡Seréis mía, Sirena Española, y os poseeré día y noche en modo non-stop hasta que arribemos a puerto! ¡Le daremos a la manivela, haremos caldito de verduras, bailaremos el tango horizontal y nos pondremos mirando para Cuenca, todo a la vez! ¡Mis cantimploras masculinas están como melones a causa de mi deseo reprimido, Marina, pero se acabó! ¡Déjame ver esos pechotes, que parecen niños calvos asomando bajo la blusa!”

     Dicho esto, Marina se apartó con gran drama.

     “¡Oh, mi recio capitán! Hay un secreto que debería contaros…”

     “Tengo toda una colección de patas de palo, y llevo varios meses pensando en darles un buen uso, mujer bella y salvaje…”

     Marina intentó mantener al capitán a distancia, pero él la agarró con tal fuerza que le desgarró el corsé y se lo hizo fosfatina, liberando así el gran secreto que Marina Baddock, la Sirena Española, guardaba tan celosamente y que tantas vidas se había cobrado.

     En efecto, de su pecho no colgaban pechuguines, sino dos cabezas, las dos idénticas y calvas, y en el canalillo apretujaban las orejas. El capitán se levantó el parche del ojo, estupefacto, y gritó. Las dos cabezas, que se parecían un montón a Bruce Willis, le sonrieron.

     “¿Qué pasha pisha?”

     Marina derramaba torrentes de lágrimas a caño limpio.

     “¡Mi negocio con el vudú me llevó a esto! Hay demasiados muñecos hechos con mi pelo, y alguien lanzó una maldición que sustituyó mis pechos por la cabeza de Bruce Willis. No iba dirigida a mí, pero sufrí sus efectos. ¡Ésta es mi maldición, mi amado capitán! ¡Mas no temas, son muy discretas, y a veces incluso cuentan chistes y cantan fandangos!”

     Presa del horror, a Barbarroja le había dado un bitango y echaba espumarajos por la boca, que bajaban en riachuelos por sus cincelados abdominales. Cayó tieso para atrás, como una ardilla muerta, y aterrizó sobre el timón, con tan mala sombra que quedó empalado en él. 
     Marina chilló, viendo al amor de su vida morir de una forma absurda y estúpida. Sus senos que no eran senos empezaron a recitar líneas de Pulp Fiction y la Jungla de Cristal, y ella se sentó en un barril, meditando sobre su vida. Suspiró dramáticamente y una de sus tetas murmuró:

     “Pues menos mal que no le ha dado tiempo a ver al John Travolta y el Samuel L. Jackson que tienes en las nalgas, Marina.”

     Marina alzó el puño al cielo y se lamentó por no haber montado una churrería en lugar de comerciar con el vudú.


FIN

A solas con un Pícaro Absurdamente Atractivo


A Solas con un Pícaro Absurdamente Atractivo 

La pasión de Andrea


     La respetable señorita Andrea Foxworth se retiró del baile en la balconada, suspirando anhelante mientras se abanicaba el escote. No podía olvidar el descaro de Mr Tightbutts, que le había hecho una proposición tan indecente en la pasada velada con lujuria en los ojos.
     Al recordarlo, el entreteto le sudó con fiereza y ella se abanicó con furia, hasta que resolvió aflojarse el corpiño y respirar aire puro. ¿Qué diría la estricta sociedad victoriana si se supiera que Andrea era objeto de la atención de ese rufián de paquete prominente? Se había aflojado el corsé, cuando un aroma a masculinidad apabullante inundó el jardín, y Andrea se giró con el corazón desbocado.
     Oooh LORD YISUS! Ahí estaba William Tighbutts, el soltero más codiciado, con unos pectorales de acero velludo y glúteos duros como la roca.
     El abanico resbaló de sus manos al ver cómo las varoniles tetillas de Will empujaban la tela de su camisa de chorreras y cuello almidonado. Entre la lista de conquistas de Mr Tightbutts se hallaba el 95% de la población del Imperio Británico, colonias incluidas, y la misma Reina.
     "Creía que escaparía de mí, milady?" Rió él, sus carnosos labios que prometían un pecado absoluto, "Ninguna mujer corre más rápido que yo". Dicho esto, el insolente macho la tomó en sus poderosos y viriles brazos. Andrea dejó escapar un chillido de rata cuando la apretujó.
     "Mrs Foxworth, debo confesar que nunca había sentido este embriagador deseo por ninguna mujer" susurró hambriento arrancándole el corsé. "Lo cual me hace pensar que usa feromonas del babuinus maniáticus del copullus de las Indias" continuó él.  
     Andrea jadeó, descubierta.
     "En realidad, milord, es almizcle del vulpis de vulvix dementis, de la colonia africana" lo corrigió, intentando ignorar su mirada lasciva.
     Él arrojó lejos el corsé, que se perdió tras unos arbustos, y recorrió su cintura con manos callosas y expertas. Ella intentó huir, pues preciaba su virginidad, mas sus jugos intestinales burbujeaban al pensar en el inconcebible placer que él, gustoso, le daría.
     "Sabéis que me deseáis, Mrs Andrea, rendíos al ardor de nuestra pasión retenida y volemos en brazos de Eros" dicho esto, la tomó y la depositó sobre un mullido matojo, y con un gesto se rasgó la camisa, dejando al descubierto su ancho pecho de pezones cincelados que parecía esculpido por las manos expertas de un arcángel. Andrea contempló medio bizca sus pectorales de semidiós y bajó...
     Y vio el monumental bulto de sus pantalones, que amenazaba con reventar las costuras, enorme como una chapata recién salida del horno.
     La señorita Andrea iba a desmayarse, cuando él se sacó un tremendo bocata de nocilla de la bragueta y carraspeó con un sonido musical. "Discúlpeme, milady Foxworth. Siempre me guardo aquí el bocadillo" La miró con una sonrisa de depredador "Hace que sepa mejor".
     "Oh, buen Dios. Acabo de recordar que no he merendado" balbuceó Andrea , recolocándose los pololos y las enaguas de encaje con rubor. Mr Tightbutts soltó una enorme carcajada, cerniéndose sobre ella. La estrechó hasta que los pechotes de la joven rozaron su barbilla. "Oh, inocente criatura. La última vez que una mujer dijo eso en mi presencia, la poseí con tal pasión que a día de hoy no puede hablar"
     Y Jesús! Era cierto. Mr Tightbutts era una leyenda entre las faldas de Gran Bretaña. Todos los niños de Londres a Escocia se parecían a él. Clavó en sus ojos su mirada azul océano ribeteada de frondosas pestañas, casi tan tupidas como el vello hirsuto que descendía de su ombligo.
     "Confesadme vuestros íntimos deseos, milady. Anheláis que mi mirada no sea lo único que cale hasta lo hondo de vuestro ser" rezongó Will.
     Entonces cubrió los pudorosos morritos de Andrea con sus labios carnosos y sensuales. La pasión del beso fue tal que sonó como una aspiradora, pero ellos no lo sabían, porque las aspiradoras aún no se habían inventado. Lo más parecido que había a algo con tal capadidad succionadora eran las sanguijuelas, y no era educado sacar a relucir el parecido. La ansiosa lengua de William le hizo una limpieza bucal completa en cuestión de segundos, llegando hasta la parte baja del cerebro.
     Andrea se rindió a sus encantos, rodeándolo con brazos y piernas. Hicieron la croqueta cuesta abajo hasta llegar a la pradera bajo la luna. Una vez allí, Will retiró su lengua y se detuvo para quitarse un trozo de sesera. Para entonces, Andrea estaba ya medio bizca y colorada. Descontrolada y loca perdía, ella le arrancó el botón de los calzones con los dientes, y lo escupió tan fuerte que sonó como un balazo.
     Aún con el bocata de nocilla en la mano, Sir Tightbutts no necesitaba ayuda. La miró fijamente hasta que el vestido rosa se desintegró y Andrea se quedó en faja y pololos, haciendo la estrella de mar sobre la hierba. "Os poseeré, milady, y juro que pondré tal empeño en la tarea que no podréis volver a juntar las piernas y habréis de desplazaros dando volteretas laterales el resto de vuestra vida"
     "Me servirá también para hacer ángeles de nieve en invierno?" jadeó Mrs Foxworth. 
     "No habrá más invierno. Nuestra pasión derretirá el polo"
     Andrea echó la cabeza hacia atrás hasta que se le vieron los empastes "OH LORD YISUS por la cofia de mi niñera, abridme en canal bandido!!"
     Entonces, algo tibio, dulce y crujiente la atragantó y sus ojos de herencia española se pusieron cada uno mirando a un punto cardinal. "Tomad, tomad y saciaos, yo comparto lo que es mío" apremió Will empujando el bocata de nocilla con las dos manos en la boca de la muchacha.
     "Fefo qué afef?!" exclamó Andrea ojiplática. William parpadeó, sudoroso y atractivo. "Jamás tomo a ninguna mujer famélica, milady" aclaró. "Así pues, dad cuenta de este piscolabis, y gozaréis de mi canelón en rama" Dicho esto, se puso de pie y alzó los brazos tras la testa.
     Andrea lo observó mover las esbeltas caderas en círculos, y las calzas aflojadas se fueron cayendo poco a poco hasta el suelo, descubriendo unos glúteos tan firmes y cuadrados que parecían cubos de rubik, bronceados por los veraneos en Salobreña y cubiertos de varonil pelusa.
     William Tightbutts se soltó la cinta del pelo y sacudió la melena leonina en un círculo completo, echando para atrás el culo cual pinup. Escuchó forcejeos y gemidos tras él, pero se tomó su tiempo y cuando se giró hacia la joven, tenía una rosa en la boca y una pose sensual.
     Mas terrible fue su sorpresa cuando vio a la dueña de su deseo despatarrada y con el bocata de nocilla aún saliendo de su boca. Los ojos de milady Foxworth tenían forma de X. "Demonios! NO! Despertad, mi amada, mi súcubo, mi poza de lujuria, mi doncella sureña!"
     Fue el trágico final de la infeliz Andrea Foxworth, que murió ahogada por una barra de pan y ni siquiera fue una metáfora, para más inri.

THE END.

PD: En cuanto a Will, huyó a la India donde vivió una intensa y prohibida historia de amor con un domador de elefantes que le haría un hijo.