EL MONASTERIO DEL PLACER OCULTO
O los peligros de tener una imprenta
En lo alto de una
montaña más verde y frondosa que los sobacos del Grinch, sobre un acantilado, se
erguía el imponente monasterio de Santa María de los Mártires. Sus muros eran
tan gordos que se podían emparedar vacas en ellos, y de hecho, los espíritus de
unas cuantas aún mugían en pena por los pasillos más oscuros.
Esto se debía a
que mucho tiempo atrás, el hermano Blasillo Lozano tuvo la genial idea de
inventar el frigorífico metiendo ganado entre los muros y esperando que así se
conservara. Sin embargo, como aún quedaba mucho para que se inventara la
nevera, el monje ignoraba que para conservar la comida hacía falta frío, y este
despiste ocasionó que el monasterio hediera de tal forma que hubo que quemar la
mitad sur hasta los cimientos y reconstruirla desde cero.
Para que nadie
volviera a cometer los errores del pasado, erigieron una estatua de Blasillo y
la cubrieron de dibujos fálicos para su vergüenza y escarnio; no obstante, ni
uno solo de esos dibujos se correspondía en lo más mínimo con la realidad, ya
que como buenos monjes, jamás en su vida se habían mirado más abajo del
ombligo. Así pues, la estatua de Blasillo Lozano estaba estampada con garabatos
de carboncillo parecidos a chirimoyas, racimos de uvas, espárragos, cabezas de
mapache y patas de pollo. Había incluso un spiderman trepando por la nariz de
la infeliz efigie.
Del linaje del
hermano Blasillo surgieron toda clase de inventores fallidos, y a lo largo de
las generaciones el jardín del claustro se fue llenando de estatuas de los
Lozano, todas cubiertas de dibujos supuestamente obscenos. ¿Qué cómo pudo
Blasillo tener descendencia, siendo monje y sin mujeres en kilómetros a la
redonda? Es un misterio tan grande como la vaca que a día de hoy seguía
emparedada en los muros del ala este, junto al invernadero.
Así pues, pasaron
un par de siglos y la vida siguió tranquila y sin incidentes en el monasterio.
Hasta que un buen día, el hermano
Jeremías estaba arrancando coles del huerto cuando se encontró intentando sacar
una col particularmente peluda y morena. “Vive Dios, ¿qué es aquesto de
apariencia tan extraña?” se preguntaba, cuando se agachó para examinar tan
curiosa verdura.
Gritó con gran
espanto al ver que no se trataba de una col, sino de la cabeza de alguien cuyo
cuerpo estaba enterrado en el huerto. ¡Maldito fuera Satán! ¿Acaso al
descendiente Lozano que vivía ahora en el monasterio le había dado por el
canibalismo, y pretendía conservar a sus presas enterrándolas en abono? Montó
gran escándalo pidiendo ayuda, y al poco rato, entre ocho hermanos, lograron
sacar el cuerpo de una criatura singular.
Al ver las formas
redondeadas de su figura y su tez clara, una ola de frenesí y pánico sacudió a
los monjes, pues jamás habían visto nada semejante. El hermano Francisco se
desmayó dándose un bocazo contra una maceta, el hermano Rafael echó a correr en
círculos con los brazos en alto, gritando que aquella criatura era obra del
Maligno. El goloso hermano Miguel estaba convencido de que sólo era un repollo
algo deforme, mientras que Jeremías se rascaba la cabeza, apenado por esa
criatura con bultos en el pecho.
“Yo creo que algún
demente enterró a este pobre chico en el huerto y le echó polvos mágicos para
convertirlo en vegetal; es por eso que bajo su blusa crecen lo que parecen ser
dos repollitos, pues el sortilegio pagano no llegó a hacer efecto del todo.”
“¡¡Aaah, pagano,
pagano!!” gritó el hermano Rafael.
“Con un par de
avemarías podremos revertir este acto impío”, continuó Jeremías.
Un monje los
interrumpió al regresar corriendo de la biblioteca con un polvoriento
manuscrito en las manos. Lo abrió, desatando una nube de polvo y palomitas.
Cuando todos lograron recuperarse de un violento ataque de tos, examinaron la
página que el hermano señalaba.
“¡Observad! No es
una mandrágora, ni un unicornio, ni tampoco un híbrido de monje y repollo. Los
archivos más antiguos hablaban de esta criatura, que es muy parecida a los
humanos.”
Con un murmullo in
crescendo, los monjes se arremolinaron alrededor del libro. El hermano
prosiguió:
“Dicen que hay que
alimentarla unas tres veces al día, que come principalmente verduras y carne,
aunque a veces se le puede dar pescado. También pone que puede dormir, hablar
en nuestra lengua y que una vez al mes le pasa algo rarísimo que los hombres
debemos evitar contemplar, o de lo contrario nos quedaremos ciegos y se nos
saldrá el cerebro por la nariz.”
“¡Uuuuugh qué
asco!” gritaron los monjes a coro sacudiendo las manos y dando saltitos.
“Y aquí pone que
esta criatura tiene una habilidad especial que desbloquea al llegar entre los
niveles doce y dieciséis, ¡¡que la permite engendrar otros semejantes y
multiplicarse, como los Gremlins!!” exclamó el hermano.
Los monjes
gritaron con estupor, ahora saltando de tal forma que se les veían los tobillos
pelados con los calcetines caídos.
“Bueno, entonces
lo único que debemos hacer es no lavarla nunca.”
“Y a todo esto,
¿cómo se llama?”
El hermano pasó
las páginas, haciendo que más polvo cayera del grueso libro, en cuya cubierta
se podía leer D&D: New Edition.
“Yo la calcularía
en un nivel de veinte a veintiséis, por lo tanto, cuando llegan a esta etapa se
las llama… mujer.”
Un murmullo
seguido de algunos gluglús como de pavo recorrieron a la marabunta de monjes.
Algunos se desmayaron; el hermano Francisco se desplomó otra vez con tan mala
fortuna que se cayó al pozo cual leño. Otro empezó a llorar sangre y a hablar
en latín con acento sevillano, y la locura se extendió como la pólvora por el
huerto.
“¡Silencio! ¡Paz,
hermanos!” ordenó el superior, que había asistido al caos en silencio. “No
hemos de temer, pues somos buenos hombres temerosos del Señor, letrados y
educados, que masticamos con la boca cerrada y todo. ¡Claramente esto es una
prueba del Cielo, que nos ha enviado a este extraño y amorfo ser llamado Mujier para ver qué hacemos con él! Es
bueno dejarla vivir con nosotros un tiempo para comprobar si es de naturaleza
perniciosa o de buen espíritu. ¡Deprisa, cubridla con una manta y llevadla frente
a una chimenea! Cocinad unas tiras de tocino cerca de ella, a ver si coge el
olor a fritanga y así se tapa un poco el del abono.”
En ese momento,
muy confundida, la moza se sentó y sacudió la melena oscura. Mientras se
rascaba el flequillo, balbuceó con una gran sonrisa:
“Hola, ¡me llamo
Esther!”
Todos los monjes
se arrojaron a un griterío desenfrenado ante esta demostración inesperada de
comunicación. Dos de ellos se comieron un muro y lo derribaron, dejando al
descubierto la momia de una vaca que los aplastó bajo su peso. A uno le giraba
la cabeza 180 grados. Otro arrojó un dado de veinte caras a la cabeza de Esther
y empezó a llorar desconsolado al ver que sacaba una pifia de 1. Una vidriera
estalló a lo lejos y las palomas que vivían en el monasterio echaron a volar
todas a la vez, derramando una lluvia de plumas tóxicas y regalos aún más
tóxicos sobre la ofuscada multitud.
“¡Es el
demooooonio!”
“¡Que no, que me
llamo Esther y me dedico a ilustrar manuscritos!” exclamó la muchacha,
intentando ponerse en pie. Rebuscó entre sus escasas vestimentas y sacó un
pergamino. “¡Mirad, dibujo animalitos gordos y adorables!”
La visión de tanta
monería junta provocó una serie de colapsos nerviosos entre los asistentes, y
Esther empezaba a sospechar que estos extraños habían tomado más coca-cola de
la cuenta, cuando unos brazos fuertes la ayudaron a levantarse. Musitando unas
gracias, miró a su salvador y una estruendosa música de saxofón y coros
gregorianos inundó su cabeza.
Ante ella se
alzaba un joven monje de pelo negro y mirada escrutadora. Su flequillo, un
lujurioso enredo de rizos, cubría poderoso los rayos del sol. Sus ojos fieros
mostraban una naturaleza indómita oculta bajo capas y capas de modales
aprendidos entre los fríos muros del monasterio, cual cebolla erótica.
¡Oh, qué fuerza
tan primitiva y masculina emanaba de esos brazos, cubiertos por el hábito marrón!
¡Con qué destreza la sujetaba en medio de ese caos, y con qué pericia
parpadeaba con los dos ojos a la vez mientras la escrutaba bajo la montura de
sus gafas! Esther acababa de brotar de la tierra cual boniato, pero ese
desconocido la hacía sentirse más bien como una papaya en un día
particularmente bochornoso.
No obstante,
Esther era ante todo una chica muy empática y educada, y creía que lo mejor era
seguir las costumbres del lugar donde se encontrase, así que, tras echar un
último vistazo a los monjes que los rodeaban, decidió girar la cabeza 180
grados, chapurrear un poco en arameo y desmayarse, no necesariamente en ese
orden.
Así fue como la
extraña criatura llegó al monasterio de Santa María de los Mártires.
Pasaron unas
semanas, y los monjes acabaron por darse cuenta de que Esther podía acercarse
al agua sin efectos secundarios. Poco a poco, dejaron de acercarse a ella con
la palma de la mano hacia arriba en señal de respeto, esperando que Esther la
olfateara. Aún ignoraban qué cosa horrible le sucedía todos los meses, pero
cuando pasó la luna llena y no se transformó en lobo ni en chupacabras,
respiraron tranquilos y se olvidaron del tema.
Esther se sentía lánguida
y melancólica, pues no había vuelto a ver al absurdamente atractivo monje que
en su día la ayudara. Daba largos paseos por el monasterio, a veces andando, a
veces haciendo el avioncito. Su vestido susurraba en el vacío intramuros, tan
elástico que se le pegaba como una segunda piel. Había tropezado por accidente
en el jardín y la espina de un rosal le había rajado la falda hasta el muslo.
¡Qué alivio encontrarse sola, sin que nadie pudiera sorprenderla en tan fortuita
semidesnudez!
A esas horas todos
estaban trabajando o persiguiendo brujas en el bosque de atrás del monasterio. Mas
Esther era la única mujer que estos monjes habían visto nunca, así que no
estaban muy seguros de lo que era una bruja. El viejo manual de D&D decía
que las brujas eran peludas, hablaban con las cabras y estaban llenas de
verrugas, que olían mal y bebían pociones hediondas que les daban poderes
sobrenaturales. Esta descripción se correspondía con la del bedel del monasterio,
que siempre llevaba una botella llena de un líquido burbujeante con un toro
rojo pintado en el lateral, y cuando se la bebía entera, afirmaba que podía
cagar ladrillos de cuatro en cuatro. Dos mas dos, más claro imposible; Nemesio
el bedel era una bruja. Los monjes consideraban que con pintarle culos en la
pared de la cabaña ya cumplían de sobra, y hacían esto todos los martes.
Hoy era martes,
así que el monasterio estaba desierto. Esther deambuló por los pasillos
oscuros, admirando la arquitectura románica, hasta que fue a parar al ala donde
los monjes copiaban los manuscritos con la esperanza de encontrar la última
edición de “50 Sombras de Grey: la
versión censurada”. Decían que, de vez en cuando, se podía encontrar una
frase entera entre los cientos de páginas tachadas a brochazos, y palabras tan
impúdicas como “uau” y “ferretería”. Se rumoreaba que tenía hasta adverbios,
sin duda lo más escandaloso de todo. La perspectiva era tan emocionante que
entró en la sala dando saltitos.
De pronto, Esther
se quedó tiesa cual pato muerto. Un reluciente haz de sol caía a chorros por un
rosetón, bañando a la única figura que permanecía sentada frente a una montaña
de pergaminos.
¡Oh, rayos y retruecanillos,
era ÉL! Con su hábito de monje y su pelo negro, tenía el morrillo retorcido en
un sensual mohín de pucherito mientras entintaba el dibujo de una hoja de
higuera. ¡Ah, cómo se mantenía en tensión esa coronilla afeitada cual yema de
huevo frito, como era la última moda en los monasterios! ¡Cómo le reflejaba la
luz! Cuando el misterioso monje parpadeó, sus pestañas atraparon la luz del sol
y proyectaron sombras largas y densas como los libros de Juego de Tronos.
La babilla de
Esther caía al suelo con un sonido cataratoso, y el monje se percató de su
presencia. El boli pilot resbaló de sus dedos, y ambos se quedaron mirando
mientras una música sugerente brotaba de la nada. No hacían falta palabras; él
se puso en pie, sacudió el ombligo y ella avanzó flotando hasta él cual anguila,
atraída por su irrefrenable magnetismo animal.
Esther aterrizó en
sus brazos y él la viró en el aire hasta que ambos quedaron en posición de
tango. Los sensuales labios del monje le acariciaron el oído y ella puso los
ojos en blanco y tembló como si le estuviera dando un ataque de epilepsia.
Su voz se derramó
líquida como la miel en su pulsante canal auditivo:
“Mi nombre es…
Alejandro Lozano”
“¿Ale-alejandro?”
“Ale-alejandro”
asintió él, con las gafas empañadas por el vapor que emanaba al calor de su
contacto.
“¿Del linaje de
los Lozano? ¿Cómo las estatuas que hay en el claustro?”
“En efecto. Pero
yo tendré éxito allá donde mis antepasados fallaron. Porque soy más guapo y más
listo que ellos.”
En ese momento, un
pitido y un ruido como de sierra mecánica rasgó el ambiente erótico-festivo. Un
huracán de páginas se elevó hasta el techo abovedado, y Alejandro corrió raudo
a arreglar el problema. Esther lo siguió, preguntando qué ocurría.
“Maldición, es
otra vez la fotocopiadora. La inventé yo con gran esfuerzo, y es cierto que nos
ayuda mucho con la copistería, pero ¡por los clavos de Cristo! Cada dos por
tres se peta y tenemos que domarla antes de que la tinta se salga de control.
¡Ah! Pero este hábito constriñe mis movimientos, y no podré detener el aparato
a tiempo encerrado en esta prisión de tela. ¡He de liberarme!”
Dicho esto,
Alejandro se rasgó las vestiduras con un sonoro “RAAAJJJJ!”. Una lluvia de
jirones pardos danzó bajo los haces de luz, y los pectorales del monje,
viéndose libres de sus ataduras, chocaron entre sí con el clamor de los escudos
vikingos antes de la batalla. El impacto muscular hizo que sus pezones viajaran
por todo su pecho como dos discos de hockey, y los ojos de Esther,
desorbitados, repitieron la misma trayectoria, incapaces de apartar la vista de
tan fortuito espectáculo. ¡Ay sweet Yisus! El sol relumbraba contra su espalda untada
de aceite corporal, como si Alejandro fuera un arcángel a punto de mostrar su
verdadera naturaleza, con las alas a medio salir. Incluso la calva afeitada de
su coronilla reflejaba la luz, cual halo divino.
Alejandro corrió
hacia la fotocopiadora.
“No te muevas de
ahí, mi bella criatura, esto es cosa mía…”
El joven monje se
arrojó sobre el armatoste, que se sacudía de un lado a otro. Con un grito de
alce en época de celo, saltó impulsándose con sus fuertes piernas y montó al
aparato como si fuera un toro mecánico. Las faldas del hábito ondeaban y las
gafitas botaban sobre su nariz.
¡FRRROM, FROOOM,
BZZZZZZZ!
Entre sus muslos,
la fotocopiadora se deslizaba, botaba y coceaba por toda la sala, derribando
pupitres y sillas. Esther infló el pecho para gritar, temiendo por la seguridad
de su paladín, y esto hizo que el corpiño se le rasgara un poco más hasta el
punto de casi vérsele el ombligo.
“¡Oh, Alejandro,
mi ostra perlera, ten cuidado si en verdad me amas!”
“¡Lo haré, mi
doncella repollona, por mi honor que someteré a esta bestia anacrónica antes de
que los cartuchos de tinta exploten sobre mi…!”
De pronto, como
obedeciendo a los oscuros deseos del lector casual, un chorro de tinta negra
como el alquitrán salió a presión del mastodonte, chocando con un sonoro y
ralentizado chapoteo en el centro de su ombligo ibérico. Los salpicones se
extendieron igual que tentáculos lascivos, bañando el pecho y el cuello del
monje, que recorría toda la sala, botando sobre la fotocopiadora. Mientras la
tinta conquistaba el sensual terreno de su bigotillo, Alejandro botaba y
botaba, salpicando líquido cada vez que sus posaderas arremetían contra la
superficie de la máquina.
“¡Casi lo tengo!
¡Yo te lo ordeno, demonio, sal de esta máquina vil y vete a poseer algo más
barato, como un caldero o una tripa de salchichón! ¡Fuera, arre! ¡Fuera de este
bicho!”
La fotocopiadora
pareció recuperarse de su frenesí y su galopar se redujo a un trote, y después se
empezó a detener. Esther ya corría hacia Alejandro para ver si estaba herido,
cuando a medio camino un último chorro de tinta brotó de un pitorro lateral y
la empapó por completo.
“¡Oh, nnnoooooo!”,
gimió lastimeramente, resbalando con su pierna desnuda sobre el inmenso charco negro
que se abría a sus pies. Aterrizó de espaldas y se deslizó entre ruiditos moderados
de protesta. Alejandro gritó su nombre y desmontó de la fotocopiadora, con tan
mala suerte que resbaló también.
Esther seguía
derrapando con las piernas en alto. Su virginal, semidesnudo y expuesto cuerpo
avanzaba inexorablemente hacia un virginal, semidesnudo y expuesto Alejandro que
cada vez estaba más horizontal, con cosas en vertical, o viceversa, según para
donde fuera la gravedad.
El choque fue
estrepitoso, salpicoso y muy, muy negro. Monje y doncella repollona encajaron
como piezas de lego, de forma tan intrusiva que la lengüecilla de Esther asomó
por la oreja de Alejandro, y los brazos de éste graparon a Esther literalmente
al suelo, atravesando la piedra y quedando atascados. Las piernas de la
doncella se descoyuntaron de sus agarres; el rostro de Alejandro quedó enterrado
entre sus voluminosos pechos con un sonido similar a la música que tocan las
axilas sudadas.
“¡Dejemos de
fingir que nos repugnamos, Alejandro!”
“Hmpf-hmph-mm-hmm…”
farfulló éste, con la cara incrustada en el Esthernón de Esther. Aunque sus
ardientes palabras fueran incomprensibles, parecía estar más que entusiasmado
con la idea de mandar a tomar viento sus votos y lanzarse a una maratón de
retozo en las verdes colinas del monasterio.
“¡Hazme tuya
hombre macho! ¡Poséeme con el ahínco de un pájaro carpintero!” ululó Esther con
una risilla histérica, pues la lengua de Alejandro le hacía cosquillas en el
cerebro.
El atractivo y
varonil monje intentó acercarse (aún más) a ella, dicen las malas lenguas que
con intenciones altamente coitales, mas el suelo se había convertido en una
laguna de tinta y su impulso no hizo más que deslizarlos una y otra vez, sin
que el pobre Alejandro viera sus sueños hechos realidad.
Fiuuu, fiuuu,
fiuuu, se desplazaban con cada envite, dejando un reguero brillante tras su
camino. Parecían una sepia resacosa que buscara el camino de vuelta al mar
después de un mal viaje.
Consiguieron llegar
hasta la entrada del monasterio, un lío de brazos y piernas rebosante de pompas
aceitosas que mugía y cacareaba. De esta guisa se cruzaron con los monjes, que
venían trasnochados y hasta arriba de pintura después de haber pintado culos
por toda la cabaña del infeliz Nemesio, el bedel.
Al ver a la
informe criatura negra y babosa que se retorcía ante ellos, todos alzaron sus
cruces con gritos de temor, pues en el libro de D&D: New Edition habían leído sobre esas horribles criaturas
llamadas “Cocina japonesa”.
La más temible de
todas era negra, olía a crudo y venía del pulpo. La envolvían con algas oscuras
de aspecto ponzoñoso y en ocasiones estaba tan fresca que seguía moviéndose.
Era terriblemente peligrosa, pues si se te metía en las tripas provocaba una
diarrea aguda, desprendimiento del cerebro y la muerte. Los infieles japoneses
ponían en sus armas biológicas una crueldad que sólo podía proceder del mismo
Belcebú.
“¡Es un MAKI!
¡Atrás, puede atacar en cualquier momento! ¡Es el bicho más agresivo después
del Onigiri!” gritó el hermano Francisco.
“¡Virgen santa!
¡Tiene cuatro patas y cuatro brazos!”
“¡Debe de ser su
forma final! ¡Rápido, detengámoslo antes de que nos mate a todos!” aulló el
hermano Jeremías, echando mano de su antorcha ardiente.
Esther intentó
hablarles, aunque con la lengua de Alejandro atravesándole la sesera no lo
tenía fácil.
“¡E no, gue zoy
Esther! ¡Dengo a Adejandro, y dos amamos y dos fugademos pada viví nuedtro
ammóh!”
“¡Cielos divinos, ha
hablado! ¡El monstruo ha hablado! ¿Qué ha dicho?”
El hermano Miguel
se adelantó con su diccionario de traducción en la mano. El sudor frío le
goteaba por el pescuezo.
“Dice que su
nombre es Legión, porque son muchos.”
“¡A MATARLOS!”
gritaron todos a coro, abalanzándose sobre la desafortunada pareja.
Desesperados, Esther y Alejandro se apretaron para provocar un chorro de tinta
que cegó por unos instantes a los monjes, e hicieron la gamba para huir. A base
de impulsos y golpes, rodaron, patinaron y saltaron fuera del monasterio hasta
que pudieron aprovechar la pendiente de la colina para ir cuesta abajo.
La marabunta los
seguía, profiriendo versos bíblicos y blandiendo sus horcas y antorchas, pero ellos
eran ahora un solo ser llamado Estherjandro, que rodaba y rodaba cada vez más
rápido, hasta que salieron despedidos sobre el borde de un acantilado. Su
silueta tentaculada se recortó heroicamente contra el rojo sol del ocaso, y se
zambulleron en las bravías aguas del mar.
Cuenta la leyenda
que Estherjandro se convirtió en el dios de la pasión oceánica, patrón de los
amores gafes, y que su visión llevaba a grandes celebraciones de naturaleza
confusa entre las tripulaciones de los barcos que se cruzaban en su camino.
THE END